La felicidad que sentimos tiene un componente genético marcado en nuestro temperamento. De hecho, se considera que aproximadamente supone el 50%, mientras que la satisfacción de tener posesiones materiales, económicas y buena salud aporta un 10 %. Y el 40% restante lo causa la forma en que pensamos y nos comportamos.
Estrategias para que nuestros niños sean felices
A tenor de estos datos, la clave es invertir en la “fuente” del 40%, puesto que los estudios científicos demuestran que ciertos comportamientos y maneras de pensar favorecen los sentimientos de felicidad sin excepciones, a menos que, claro, está, suframos una patología. Así que tomen nota, porque estos consejos valen tanto para niños como para adultos:
Expresar gratitud. En la actualidad, las posesiones materiales de un niño multiplican por 10 las que tenía un niño hace 50 años. Incluso un niño de clase media baja tiene mucho más que lo que tenía un niño de clase alta hace medio siglo. Sin embargo, es una evidencia que los niños actuales no son 10 veces más felices. Algo falla, pues. El hecho de desear siempre más no es una buena idea, de modo que hay que aprender y enseñar a estar agradecido con lo que se tiene. Si los niños aprenden a valorar y agradecer lo que tienen, aprenden a su vez a valorar lo que tienen los demás, por lo que previsiblemente serán más generosos y empáticos.
Ser optimista. Pero sin caer en la ingenuidad. Hay que confiar en la autonomía de los niños para hacer las cosas y en su competencia para hacerlas bien. Sin duda, cometerán no pocos errores, pero es un paso necesario para el correcto desarrollo: para un escritor, por ejemplo, no hay mejor herramienta que la papelera. La conciencia de saber que trabajar duro aumenta la posibilidad de que las cosas en efecto salgan bien es fundamental para alcanzar un estado de bienestar. A menudo, puede que no salgan bien, pero si no hay trabajo rara vez saldrán como queremos. Los optimistas no se dan por vencidos fácilmente y muchas veces esa es también la causa de su éxito.
Evitar pensar demasiado. La mayor parte de nuestra infelicidad no viene de las cosas negativas que nos pasan –dolor– sino de lo que pensamos acerca de ellas –sufrimiento–. Es decir, del relato que hacemos de lo que nos ha pasado. Pensemos que, por ejemplo, la angustia es la conciencia de una posibilidad, pero no necesariamente de una realidad. Damos muchas vueltas a las cosas, la mayoría de las veces innecesariamente. Este comportamiento lo contagiamos involuntariamente a los que nos rodean, especialmente a nuestros hijos. Es lo que en psicología se llama rumiación, que es agarrar un pensamiento –normalmente negativo– y empezar a manosearlo en nuestra mente hasta que el estado de ánimo es mucho peor que el inicial. Una pérdida de tiempo y de energía.
Evitar la comparación social. La comparación social negativa es uno de los motivos principales de infelicidad en los niños y adultos. Desde pequeños nuestra sociedad de consumo exige poseer más y más a ser posible siempre por encima de nuestro vecino. Sin embargo, la paradoja de Easterlin explica que, a grandes rasgos, nos hace más felices el ingreso relativo que el absoluto. No es más feliz quien tiene dos coches que quien tiene solo uno, aunque sí puede serlo quien tiene uno con respecto a quien no lo tiene. A la familia, los amigos y los medios de comunicación les encanta comparar. Aplicado a un niño, todo esto significa que uno es más guapo, viste con mejores marcas o tiene más seguidores en la red social de turno. Esto es una fuente de infelicidad enorme. Ahora bien, la comparación positiva con ánimo de mejorar sí puede ser fomentada en los niños. Por ejemplo, hay que dejar claro que un niño nada mejor porque entrena más, pero siempre con la precaución necesaria para que esa explicación no se convierta en negativa.
Valorar el reconocimiento social lo justo y necesario. Con las nuevas tecnologías, estamos asistiendo a un fenómeno sin precedentes. Los niños sufren por no tener suficientes amigos en Facebook, no estar dentro de un grupo concreto de WhatsApp o no tener los suficientes likes en su última foto de Instagram. Es algo en lo que tenemos que trabajar, pues el verdadero reconocimiento, en los niños, lo da la familia, los amigos cercanos y la escuela (unas más que otras). Hay que explicar que las redes sociales tienen una importancia muy limitada y concienciar, además, de sus potenciales riesgos.
Invertir en relaciones sociales. De los pocos aspectos en los que coinciden los diferentes estudios sobre la felicidad es que las personas más felices son también las que más y mejores relaciones sociales positivas tienen. Nuestro cerebro es social y ha evolucionado biológicamente para favorecer estas conductas, pues, por simplificar, se sobrevive mejor en grupo que solo. Fomentar y promover en nuestros hijos habilidades para el contacto social y mantener vínculos emocionales positivos con los demás es un aporte de felicidad a largo plazo seguro y barato. Seamos claros: la principal tarea de un niño es jugar con otros niños y, si puede ser, de diferentes edades y sexos, generando vínculos personales positivos y duraderos. El juego enseña a ser flexible, contemplar los puntos de vista de otros y finalmente poder comprenderlos.
Moverse. Nuestro sistema nervioso evolucionó durante millones de años para moverse. Su estructura y fisiología están orientadas a perfeccionar el movimiento, ya sea para huir de los peligros o para acercarse a las situaciones apetecibles. El ejercicio asiduo, que en los niños se produce durante el juego al aire libre, promueve la liberación de una cascada compleja de neurotransmisores, neuromoduladores y hormonas que promueven la sensación de bienestar que perdura en el tiempo. A fin de cuentas, todos hemos observado cómo estando tristes o ansiosos hemos mejorado después de hacer un rato de ejercicio.
La amabilidad. Sin duda es otra característica a promover en el comportamiento de nuestros hijos. No cuesta nada ser amable. Asimismo, las personas amables son mejor vistas y consideradas por los demás. Como suele decirse, caes mejor a la gente y a su vez te suelen tratan mejor. Invertir en amabilidad es un seguro a todo riesgo, algo que cualquier comercial tiene claro cada mañana, al salir de casa.
La empatía.Comprender y participar de las emociones de otra persona poniéndose con facilidad en lugar del otro favorece la amabilidad y la capacidad de ayuda, lo cual se relaciona con las características positivas mencionadas con anterioridad. Podemos jugar con nuestros hijos a preguntarles: ¿Qué está pensando ese niño que llora? ¿Por qué ha hecho esto ahora tu hermana? Si este juego se vuelve una costumbre, será mucho más fácil que luego surja de manera espontánea.
Afrontar los problemas. No escatimar tiempo en intentan enseñar a nuestros hijos en el modo de afrontar los problemas y las situaciones tristes o estresantes. Es una tarea complicada, porque nosotros mismos tenemos muchas veces dificultades, pero hay algunas estrategias avaladas por la ciencia:
Buscar el lado positivo de situaciones tristes o estresantes. Por ejemplo, hay que preguntar al niño que nos cuente algo bueno que está pasando en el contexto de una situación triste.
Centrarse en el problema en sí, con los elementos visibles. Hay que intentar evitar que el niño imagine -algo que se le da muy bien- escenarios catastróficos para que problema no crezca más. A menudo, cuando somos capaces de quitar a un problema los pensamientos terribles asociados a él, descubrimos que es mucho menor de lo que parecía.
Saber perdonar. Saber perdonar es una cualidad que se debe fomentar en un niño. Y lo es no tanto por el efecto que produce en el perdonado como porque el que perdona de verdad se quita el rencor, la ira y el “mal rollo” de encima, estados nada favorables para un niño. En un niño algo así siempre es bueno, si bien el perdón no debe significar la indulgencia absoluta. El perdón, dado que depende solo de nosotros, es un privilegio que tenemos a nuestro alcance.